En esta cuarentena, llena de tensiones y desesperación, descubrí que hacer origami
me relaja. Un día me llegó una notificación de la nueva tarea: hacer un stop motion. No era
nada nuevo. Sinceramente, ya hicimos algunos el año pasado entonces pensé que iba a ser
fácil. Subestimé demasiado. Hacia lluvia de ideas, busque ejemplos. Nada se me ocurría. Me
encontraba en el medio de un vacío que sentía que no tenía salida. En esos ratos que tengo de
relajación con el origami, hice un barco. Recordando las palabras de una profesora de darle
vida a los objetos, de jugar, de salir de lo estructurado, me pregunté: ¿Y si le doy vida al barco?
Aproveche mi bañera, mi lava manos. No fue difícil la búsqueda de recursos, tenía todo en
casa. La idea principal siempre se mantuvo: un barco que sale de la canilla y navega. Cuando la
bañera se desagota ¿dónde va el barco? Cuando la idea estuvo aprobada, proseguí para
llevarlo a cabo. Hubo planos y sentimientos que se me ocurrían en el momento. La
incertidumbre del barco de estar en un lugar desconocido, la relajación que se tiene cuando
uno ya se siente cómodo, el encontrarse con otros objetos, la desesperación de no saber
dónde seria su nuevo destino o mismo si iría a tener uno. Sacar las fotos fue más fácil, la
edición se complicó un poco. Si bien el programa lo tenía, había efectos que quería hacer y no
sabía cómo hacerlos. Descargue un nuevo programa pensado que era fácil de usar. Error. Era
bastante complicado. Necesitaba esa ayuda de alguien presencial para que me enseñe, paso a
paso. Con respecto a las correcciones posteriores, había cosas que entendía pero había cosas
que necesitaba sentarme con otra persona y que me explique, como antes, paso a paso.
Alguien que me diga “saca esta toma”, “acá saca la foto de esta manera” “acá edítalo así”. Más
alla de eso, quede satisfecha de hacer una buena producción desde la virtualidad.
